El perfecto Carlos Urrita llamó suavemente a la puerta, aun sabiendo que podía pasar sin ningún tipo de preámbulos. Lo que le detenía era, en realidad, algo más fuerte que su poder autoritario: su repulsión a los muertos. Siempre había pensado que con la edad el horror a los muertos iría a menos, pero no, era cada día peor.
Esa mañana se tomó su café en el bar de la esquina, como cada día. Cuando salía se topó con un hombre mayor, calvo y su nariz era especial. Su correr era desesperante, como si alguien le persiguiera, a la misma hora asustado y desahuyentado. Él no hizo caso de la situación hasta que ese hombre se le cayó una tarjeta. Él lo llamó pero ese corría aun más.
Por la tarde Juan, su jefe, lo llamó excitado, diciéndole que tenía que ir a hacer un par de fotos a un nuevo episodio de homicidio. El caso estaba a un par de calles antes de dónde estaba el bar que él iba por las mañanas.
Urrita examinó toda la habitación. Se veían cristales rotos en todo el suelo y una extraña fragancia a pino que no se sabía bien de dónde venían. Urrita hizo sus fotos, una vez terminado el trabajo, tuvo que pedir ayuda a Miguel para que terminase el papeleo.
Seguidamente su jefe le dijo que el homicidio había pasado esa misma mañana y le dio un autorretrato de una persona que salió por la casa esa hora. Una vecina oyó gritos y ruidos y salió a ver qué pasaba, en ese mismo instante salía un hombre mayor. Urrita se miró dos veces el autorretrato y vio que era el mismo hombre que horas antes había pasado corriendo y desesperado. El protagonista informo rápidamente de la situación y por casualidad tenía una tarjeta suya.
Dos horas más tarde lo encontraron en una estación de tren.
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